Era junio, había un calor que podía sentir hasta en la córnea. Ardían, mi cuerpo y mis sábanas, mi teléfono también. Una mujer que admiro publica una story que pauso con la yema del dedo: está en la sala de espera del psiquiatra y menciona algo sobre no estar loca, sobre solo necesitar unas pastillas para sobrevivir en un mundo que se ha vuelto invivible. Le doy like porque la admiro, aunque no empatizo con ella porque no he pasado por lo mismo —que es la única razón por la que una no empatiza del todo con la otra: porque todavía no ha cruzado el mismo mar—. Pero todo llega.
Era noviembre y era el frío nuevo, solitario, transparente. Llego a casa tiritando con guantes en las manos y un avispero agitado en la cabeza: no sobre, sino dentro. Las abejas las traigo dentro, en el cerebro, arriba de la nariz y entre las orejas, encerradas, histéricas, con el aguijón alerta. El paradigma de la metáfora, es esta: la abeja reina soy yo, no un insecto. Soy yo la que dirige esta orquesta, y entonces la culpa.
A veces pienso que ese día se sintió como la encarnación de la frase «tocar fondo» o como una rana que se quema porque el agua esta hirviendo, pero no se mueve. Le llamé a mi amigo que sabe de cosas de la cabeza. «Medícame, no puedo más». Y así fue. «Vas a comprar Citalopram tabletas de 20 mg. Vas a empezar tomando media tableta (10 mg) una vez al día por una semana, tableta completa (20 mg) una vez al día a partir de la segunda semana y valoramos subir más a la tercera semana. Citalopram con C, no confundir con Escitalopram». La primera noche cerré los ojos y vi luces. Luces asociadas a cables. Cables que se conectaban y se desconectaban. Sentía que había presionado el botón de reiniciar de mi cabeza. Sentí tristeza, ¿por qué necesito reiniciar mi cabeza si, cuando reinicio mi ordenador, es porque ha dejado de responder? ¿Será lo mismo? ¿Será que mi cabeza ha dejado de funcionar?
Cuando algo te da vergüenza, lo escondes. No dejamos de ser niños, aunque ya tengamos arrugas. Guardarte algo para ti es la forma más eficiente de hacerlo más grande, inasumible. Por fin un día, la liberación: «He empezado a tomar antidepresivos». Y entonces el eco, grandioso: «Yo también». «Yo también». «Yo también». «Yo también». La comunidad sana porque sostiene y refleja. El humor cura porque minimiza lo que parece gigantesco. «¿Tú cuál tomas?». «¿también sientes un corto circuito cuando olvidas tomarla?», «¿te dio miedo al principio?», «¿ya le has dicho a tus padres?», «qué rica la vida con pastillas», «¿ya viste este meme? Es un perro viendo a su dueño a los ojos con un diálogo que dice Médicate, loca», etc.
Mi amigo que sabe de la cabeza dijo que empezaría a sentir los resultados a los dos meses. Ahora que los dos meses han sido rebasados he sentido los resultados, y también he sentido orgullo por mi versión de hace unos meses que supo pedir ayuda cuando ya no sabía cómo salir de un hoyo que cavó ella, pero no solo ella. He logrado también —porque estoy cruzando el mismo mar—, empatizar con la mujer que admiro: no estoy loca, solo necesito unas pastillas para sobrevivir en un mundo que se ha vuelto invivible.
Vitamin anti D for the win 🤙🏽
Qué chulada de texto. Tengo un draft de un tema similar, y es un gusto ver como el tabú de los ansiolíticos y antidepresivos desaparece poco a poco.