*Soy una niña que recorre el campo. Camino en línea recta hacia los ojos de una cabra. Huele a pasto, a sequedad, a olvido. Mi madre no sabe pronunciar su nombre si no lleva puesto un mandil. Mastico un pollo que sabe a granja y no a supermercado. Sé que me hago mayor porque veo mi reflejo en la yema de los huevos. Las gallinas dicen mi nombre e imagino cómo sonará en la boca de cualquier amante. Quisiera no ser de aquí, pero solo nacemos una vez.
*El agua de la ducha se pintó de rojo carmesí. Rojo de fuego quemado. Rojo vino tinto. Rojo aborto. Por el desagüe se fueron los pañales que nunca compré. Ya después decidí no ser madre. Usé mi instinto maternal para escribir cartas y esconderlas debajo de la almohada. El llanto nunca me despertó por la madrugada. Decidí vivir con la cara volteada hacia el sol.
*Cada trago es un incendio. La botella un paraíso. Una promesa. Una ilusión enterrada en el mar, cerquita de un arrecife seco. El único sitio que no me ha fallado es aquel banco en la cantina del pueblo. Ahí, postrada entre la pared y los mariachis, es donde converso con Dios. A veces hasta lo veo. El muy cabrón nunca me mira a los ojos, pero sé que me quiere porque de vez en cuando me acaricia la pierna.
*Mis ojos clavados en la pantalla del ordenador. La atraviesan. La acarician. Me fundo y me hago una con el código binario. Dejo de ser humana. No meo. No cago. No estornudo. Solo tecleo. Tecleo sin mirar las teclas. Me las sé de memoria. La A, la X, la P. El sonido del teclado late al ritmo de mi pecho. Parpadeo para humedecer la córnea. No necesito el sol. El aire sobra. Soy lo que produzca a través de esta máquina. Esa es mi libertad y mi delirio.
*Cuatro hijos y nueve nietos. Dos varones y siete mujeres. Solo una de ellas me cae bien porque cuando viene a casa, me pregunta: «Abuela, ¿te lavo los calcetines?». Casi siempre le digo que no, pero a veces acepto. No los lava bien porque nació con una lavadora automática instalada en la esquina de su casa y nadie le enseñó qué hacer con sus manos. Cuando termina, me dice: «Listo, ya está», y los deja colgados en el asiento de una silla del comedor. Luego se desaparece un rato, vuelve con un yogur de durazno que deja en mi mesita de cama, me da un beso en la frente, y se va. El amor es un enigma. El error es intentar darle sentido.
*En esta casa hay dos plantas. Abajo hay un sillón color verde esmeralda y arriba hay una biblioteca que yo y él llamamos 'el búnker'. Crecí soñando con esta vida que vivo. Mis manos tienen pecas y arrugas. Él ya no funciona sin gafas. Pasa el tiempo y nos hacemos ancianos, pero nada de eso me da miedo porque cada día, a eso de las seis de la tarde, él me coge de la mano, me acerca a la ventana, y me dice: «Mira, mira, ya está atardeciendo».
*«¿Tú crees en el azar, mamá?»
*Domino el arte del café. Andrés me lo enseñó por necesidad antes que por capricho. Pero acabé por contagiarme de su afición por algo que parecía tan estúpido. Los granos del café, el olor, esa forma que tiene de transformarse como los estados del agua. Lo conocí en una cafetería en la calle 56. Ambos servimos tazas de aquel elixir colombiano para pagar el alquiler. Yo lo odiaba porque odio las injusticias. Andrés lo disfrutaba porque no le quedaba de otra. «Hay que disfrutar la vida, Mona, ¿sino qué?»
me dieron ganas de que cada fragmento fuera el inicio de un libro :') me encantaaaaa
Fascinante!! Me sumergí por completo.